Agarró Panamericana y manejó hasta el Tigre. Se bajó frente al casino. Nunca había entrado, bastante tenía ya con ver la forma en que su mujer dilapidaba el dinero como para perderlo él también. Pero esa noche no era dueño de sus actos.
Con sus bermudas de jean, remera negra de Guns N’ Roses y zapatillas Nike gastadas, subió los escalones del acceso principal. Los de seguridad lo miraron raro, pero lo dejaron pasar, podía tratarse de un excéntrico disfrazado de pordiosero.
Su espalda ancha hizo que pronto estuviera frente a una máquina tragamonedas, a pesar de la multitud que poblaba el lugar. Desconocía el mecanismo del juego, del inglés apenas podía pronunciar “yes” y “no”, pero eso no lo detuvo.
El tipo sentado en la banqueta de al lado le explicó dónde poner la ficha y cuándo accionar la palanca. Como suele pasar con los principiantes, ganó, y ganó bastante, las fichas rebotaban en el recipiente de metal llamando la atención de los demás apostadores.
Cuando terminó de recogerlas, el hombre que lo había ayudado, lo llamó con un gesto.

—¿Tiene un minuto, jefe?

Blas asintió con el balde pegado al pecho.
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