Con 8 años le escribí una carta a mi abuelo muerto, gané el concurso del cole y lo lei en la radio. Mi familia lloró, mi maestra Joaquina me dijo "tú serás escritora" y yo me reí. Con 13, mientras toda mi clase estaba de intercambio en Dinamarca menos yo porque me habían quedado
seis asignaturas y el director del instituto me castigó, hice un reportaje sobre asentamientos chaboleros en Sri Lanka y la profe de Social Sciences me puso un 10 y me escribió en la hoja "you'd be a great journalist". Claro, había maquetado el trabajo en A5, a cinco columnas y
con la cabecera del New York Times. Hasta le puse el precio. El caso es que ella me elogió y yo me reí y al año siguiente cogí ciencias puras, biología, física y así. Con 16 participé en un concurso del instituto por exigencia expresa de una amiga con un relato erótico lésbico
firmado como Janis Joplin, a cuya presentación de resultados no quería asistir porque daba por hecho que ni de coña sería yo la afortunada que se llevara 60 eurazos en material escolar. Lo gané. Mi profesor de filosofía me dijo al oído que, a pesar de mi media de 2'5 en su
asignatura, le gustaba mucho cómo escribía. Yo me reí. Al final, a pesar de mi mediocridad estudiantil en todos los niveles de la educación obligatoria, no sé si por mi situación familiar entonces o por el sistema de mierda,
fui a la universidad y estudié esa carrera que estudia la gente a la que, en principio, le gusta escribir. El tribunal de mi TFG me dijo que era una gozada leerme, que había disfrutando haciéndolo. Yo me reí.
Con el tiempo he podido dedicarme a "lo mío", firmar textos nacidos en la oscuridad de mis miedos y en la claridad de la mejor redacción del mundo (esto es un hecho científico). He hecho cosas que tienen que ver con el arte de comunicar y de ser útil haciéndolo que no imaginaba
que era capaz. Hoy, ahora que vuelvo a currar sin más, a currar a secas, a currar solo para comer y no para saciar mis ganas de nada, alguien me ha dicho: "Se te da bien hacer cocktails, pero se te da mejor escribir titulares". Es fácil adivinarlo: me he reído.
Me he reído, desde que tengo memoria, todas las veces que alguien me ha hecho admitir que escribir tiene mucho que ver con respirar para mí. Me he reído porque nunca he terminado de encontrarme en lo que he escrito. Las veces que lo he hecho, me he reído menos, he temblado más.
Me he reído siempre y, al mismo tiempo, una hoguera calentita se ha encendido en la boca de mi estómago cada vez que algo de lo que he tecleado desde el sótano más íntimo de mi inexistencia le ha hecho sentido a alguien.
Estoy harta de servir cañas y limpiar baños, sí. Pero también estoy harta de romantizar la idea de dedicarse a lo que a una le apasiona. Estoy harta de olvidarme de que, sea una labor social de la hostia, una actividad que te llene o un servicio aparentemente indestacable,
todo es simplemente un curro. Estoy harta de que tener éxito en la vida sea dedicar la mayor parte del tiempo a trabajar, como si fuéramos inmortales. Estoy harta del elogio del entusiasmo como herramienta para subvertir la precariedad.
Y estoy harta de que, para que una no padezca continuamente el síndrome de la impostora y se sienta digna de ser leída y escuchada, tenga que tener 200.000 seguidores en este juego llamado redes sociales.
Pero, sobre todo, estoy harta de reírme de mí. Quiero escribir libros y tener un huerto.
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