#CosasQuePasanEnLaGuardia #99. Tiempos pre-covid. Siete de la tarde. La traen en bombacha. Es negra, de encaje, ancha. No es una tanga, pero tampoco me parece de abuela. Tiene una musculosa blanca girada hacia el costado y, al pasarla de camilla, casi se le escapa una teta. (+)
(-) El médico de ambulancia me la quiere presentar. Le indico que aguarde y le pido a los enfermeros que me consigan una sábana. No hay. El acompañante, un hombre de unos cuarenta y largos o tal vez cincuenta, con los botones de la camisa prendidos en chanfle y el pelo castaño(+)
(-) despatarrado, le acaricia la frente. No parece preocuparle la exposición. El de la ambulancia retoma el intento. Lo freno con la mano y avanzo hacia el Shock-room. Me robo la última sábana que queda, vuelvo y la tapo. Ella sonríe y me mira curiosa, parece una nena. (+)
(-) Ahora sí que dejo que el médico que la trajo me la cuente. Tiene cuarenta y cinco y la traen de un hotel alojamiento. Se desmayó “haciendo lo suyo” según las palabras de él y yo me pregunto cómo lo hará ella y en qué circunstancias habrá sucedido, si estaría (+)
(-) sacudiéndose arriba, tirada abajo –quizás aplastada–, si tal vez su compañero la ahorcó durante el acto o si se sincopó del orgasmo que él le brindó. Anoto su nombre y apellido que suenan demasiado serios para su sonrisa y al preguntar si tiene prepaga u obra social, (+)
(-) su acompañante contesta que seguro que sí, pero que desconoce cuál es, y que la cartera de la paciente parece que quedó en el hotel. Omite la palabra que sigue.
La mujer levanta la mano derecha y me acaricia al brazo. (+)
(-) Me pregunto si estará drogada. Le firmo el recibido al de la ambulancia y se retira.
Le coloco el saturómetro y el termómetro a la paciente y, mientras, arranco a interrogar al acompañante de los pelos revueltos porque ella solo se ríe, pero no me habla. (+)
(-) –Cogimos dos veces –responde cuando le pregunto qué fue lo que pasó–. Después de la segunda, le dieron ganas de vomitar. Justo había un tacho cerca y largó todo ahí. Volvió a la cama, me dijo que tenía sueño y se durmió. Pensé que estaba cansada, trabaja mucho. Cuando (+)
(-) se acababa el turno, no podía despertarla, así que llamé al SAME.
–¿Consumió alguna sustancia antes del sexo? –antes de fifar, coger, de garchar, de acostarse…
–No sé. No creo. Nunca la vi dándose con nada.
Suena el termómetro. (+)
(-) Se lo saco y la mujer achina los ojos y se ríe. Lo miro al igual que el saturómetro. Está todo bien.
–¿Pero estuvieron juntos antes de llegar al lugar? –casi pronuncio la palabra “telo”, pero me contengo.
–No. Salimos del laburo y nos encontramos a unos metros.
(+)
(-)
No sé si será a unos metros del trabajo o del telo, si trabajarán juntos o de dónde se conocerán. Tampoco indago al respecto.
–¿Tomaron alcohol? –pregunto en su lugar.
–No, cero. Al menos yo no. Ella aliento no tenía.
(+)
(-)
Me pregunto si una sola cerveza dejará o no aliento etílico y prosigo con el interrogatorio.
–¿Tiene alguna enfermedad?
–No. No creo. Me parece que no –me lo quedo mirando–. Estamos juntos hace poco, no me contó –aclara.
(+)
(-)
–Entiendo. ¿Y sabés de algún remedio que tome o alergia que tenga?
Hace que no con la cabeza, resopla, mira al techo y agarra la mano de ella que se mece en el aire como cuando le cantaba a mi ahijado la canción de la manito que se abre y se cierra. Le hago la última (+)
(-)pregunta antes de dedicarme a revisarla:
–¿Hubo algo brusco durante el sexo? –lo pronuncio bajo, con una mezcla de respeto, timidez y algo de miedo.
–Nada. ¿Qué decís? Somos gente bien nosotros –me larga él ofendido y mira al techo de nuevo.
(+)
(-)
Quiero decirle que una cosa no quita la otra, pero me callo y paso a la paciente. Le tomo la presión y da apenas algo elevada, aunque nada para preocuparse. La miro y no le encuentro hematomas. Le pido que levante los brazos y que los mantenga en el aire; lo hace. (+)
(-) Que me apriete las manos; también. Mueve las piernas sin dificultad y casi patalea. Le miro las pupilas, son de tamaño normal y reaccionan a la luz, aunque tal vez algo lento. Ante mi orden cierra los ojos con fuerza, los abre, infla los cachetes, me muestra los dientes, (+)
(-)todo sin drama, solo algo tarde, como que le costara procesar la indicación. Cuando le pregunto dónde estamos, se ríe y al consultarle sobre cómo se siente, se queda dormida y ronca. La pellizco para despertarla, me (+)
(-) saca la mano, se ríe y ronca de nuevo. Llamo a una de las chicas que vino de reemplazo de clínica y le pido que la evalúe a ver qué le parece. Lo hace y me saca afuera.
–Se fue a enfiestarse y se la pegó mal –concluye.
Me quedo pensando. Algo no me cierra del todo, aunque (+)
(-)sí, su risa es de drogada.
Le pido un laboratorio, que le coloquen una vía y llamo a la paciente que sigue. Tiene faringitis, así que me lleva cinco minutos revisarla y medicarla.
Me asomo al consultorio en el que dejé a la mujer de la bombacha negra. (+)
(-) La veo acariciándole la cara al despeinado, toda sonriente. Vuelvo a la lista. Estoy por llamar al próximo cuando el petiso pasa por atrás mío y lo freno. Le pido de mostrarle a la paciente, pero está a las corridas con un EPOC que tiene que pasar al Shock-room (+)
(-) en el que –milagrosamente– hay un par de camas libres. Lo ayudo y, unos diez minutos después, volvemos y la revisa. Le hace las mismas pruebas que yo, pero esta vez noto que las pupilas responden menos a la luz, que el brazo izquierdo cae sutilmente (+)
(-) –apenas unos mlímetros– y su mano gira unos pocos grados. La paciente sigue respondiendo órdenes, pero se queda dormida más fácil. Algo me retumba en la cabeza. El petiso me mira.
–No estaba así cuando llegó –no lo dejo hablar.
(+)
(-)
Baja la cabeza en señal de asentimiento.
–Corré a tomo –dice refiriéndose a Tomografía–. Yo consigo camilla.
Nos evaporamos y llego al tomógrafo empapada. Respiro tan rápido que no me salen las palabras. Golpeo. Está la mujer del pelo carré. Apenas me ve en este estado, (+)
(-) me larga un “traelo”, sin siquiera preguntar qué es. No la abrazo solo porque no tengo tiempo. Vuelvo. El petiso viene con el alto y una camilla. Entre los tres, con ayuda del despeinado, la pasamos. Mis compañeros avanzan con ella adelante, yo voy más atrás hablando con el(+
(-) hombre al que le explico que necesitamos ver cómo está el cerebro de su pareja, que algunos signos resultan preocupantes. Asiente repetidamente hasta que finalmente abre la boca:
–Pero va a estar bien, ¿no? Necesito que me lo prometas.
(+)
(-)
–Te prometo que estamos haciendo todo lo posible –le respondo.
Sé que no puedo prometerle nada más, aunque miro al techo un segundo y casi que rezo.
Él se queda caminando en la sala de espera mientras con mis compañeros pasamos a la paciente al tomógrafo. (+)
(-)
El resultado es el que tanto temí: tiene un ACV hemorrágico (se le rompió algún vasito en la cabeza y tiene sangre en torno al cerebro). Para cuando la pasamos a la camilla, ella apenas responde. Mis compañeros corren a llevarla al Shock-room mientras yo llamo a los (+)
(-)neurocirujanos. Apenas corto, hablo con el hombre al que ya me da pena llamar “el despeinado”. Le explico lo sucedido, que es un cuadro de extrema gravedad, que ahora mismo van a venir los neurocirujanos a evaluarla, pero que no sé si hay mucho que (+)
(-) se pueda hacer. Se queda pensando, pálido, se despeina aún más el pelo y me mira:
–Fue mi culpa. ¿No? Si no hubiéramos cogido, ¿no se reventaba?
Trato de calmarlo con que se podría haber reventado en cualquier otra circunstancia (+)
(-) que implicara un esfuerzo, que no es para nada su culpa, y que él no podría haber hecho nada para evitarlo. Baja y sube la cabeza, lento, casi como tratando de convencerse. Luego mira al piso. Le pregunto por la familia, si sabe de alguien a quien podamos llamar. Ahí (+)
(-)la iza despacio y hace que sí con los labios para adentro, aprieta los ojos y los vuelve a abrir.
–Sí, solo necesito despedirme de ella antes de que lleguen –me dice–. El marido es mi mejor amigo.
Ahora la que me quedo callada soy yo. No sé qué decirle.
(+)
(-)
–No quisimos lastimarlo. Solo nos enamoramos, pasó. No me juzgue –ruega.
Me quedo callada y hago que no con la cabeza. Esta vez yo soy la que la mueve lento.
Me pasa el número de teléfono y vamos para el Shock-room. Cuando llegamos, la mujer está intubada y los (+)
(-) neurocirujanos ya están por subirla a quirófano. Le pido al emergentólogo que lo deje pasar un segundo mientras llamo al marido. Me da el “OK” al mismo tiempo que el hombre atiende el teléfono. No entiende qué hacía la mujer por acá a esta hora, (+)
(-) que tenía que estar en lo de una amiga y que queda en la otra punta de capital. Está lleno de preguntas que no le puedo contestar. Le pido que se apure, que después hablamos, le indico que tenga cuidado al manejar y corto.
(+)
(-)
Vuelvo a los consultorios y sigo atendiendo, como apagada. El pecho me aprieta y tengo que respirar hondo y contar hasta cinco para no largar un par de lágrimas. Dos de mis pacientes vuelven porque puse mal la fecha en la receta: resulta que volvimos al dos mil diecinueve.(+)
(-)
Después de la última corrección decido salir a tomar aire. Voy de camino cuando un hombre pregunta por mí. Viene con dos adolescentes que quieren saber cómo está su mamá. Les explico que la subieron a quirófano y les muestro dónde pueden esperar. El hombre (+)
(-) consulta por las cosas de su mujer, dice que tiene miedo de que se pierda la billetera, y estoy segura de que se refiere a que se la roben. Le respondo que no tengo idea, que después le averiguo. No puedo decirle nada (+)
(-) y tampoco puedo lidiar con eso ahora. Les deseo fuerzas, me despido y camino hacia la entrada de ambulancias. Salgo y me prendo un pucho.
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