#CosasQuePasanEnLaGuardia #98. Siete de la tarde. Séptimo paciente que me toca en mi turno de la UFU que arrancó a las cuatro. Es la segunda vez que vengo acá –son los consultorios que armaron afuera para que atendamos a los pacientes con sospecha de (+)
coronavirus– y está bastante bien el lugar. Vi, hasta ahora, a tres que sí fueron para hisopar e internar, a uno que tocó hisoparlo y mandarlo a un hotel de los que se dedicaron al aislamiento de casos sospechosos leves, a una mujer que se había inventado los síntomas (+)
(-) para no esperar en la otra sala de espera, pero que en realidad tenía unos granitos en las manos por alergia al detergente nuevo que había comprado, y un hombre con fiebre que al final tenía una infección urinaria, al que mandé para la guardia general en la que los (+)
(-) tres que quedaron de mis compañeros me deben haber odiado, porque estaba bastante repleta para manejarla entre la mitad de los que deberían ser. Yo ya no sé si prefiero estar allá a mil o acá con el bicho este. Tengo los músculos cansados de tanto ponerme el (+)
(-) equipo de protección, sacármelo y volvérmelo a poner, y mi nariz se queja del barbijo que la hace moquear. Me meto otra vez adentro del traje de astronauta –camisolín, cofia, botas, dos pares de guantes, barbijo N95, barbijo quirúrgico, antiparras y máscara– con (+)
(-) ayuda de la mujer de flequillo negro que vigila que lo haga bien. Ella también tiene cara de cansada. Una vez que terminamos, me voy para el consultorio que acaban de limpiar y la mando a tomarse un té. Hace que sí con la cabeza y promete prepararme uno para (+)
(-) cuando termine. Yo pienso que, dado que hoy vine de refuerzo porque faltaba gente y solo me quedo doce horas, espero que no vengan más pacientes y pueda tomarme ese té e irme por fin a casa.
Me siento detrás de la computadora, pongo mi usuario, contraseña (+)
(-) y cargo los datos del paciente: no tiene consultas previas. Salgo, lo llamo y veo que camina bamboleando el torso para un costado y para el otro. La cabeza acompaña el movimiento. Llega y le indico que se siente en la camilla. La mira de arriba abajo.
(+)
(-)
–¿No quiere que trepe al obelisco también? –se ríe fuerte mientras la señala.
Noto que sigue igual de alta que la vez pasada –pese a que dijeron que iban a arreglarlas–, abro la puerta y le pido al enfermero morocho –al que sacaron de su puesto para ponerlo (+)
(-) a hacer triage (seleccionar los pacientes que tocan ver acá y los que corresponden a la guardia general)– que me pase un escalón. A los cinco minutos viene con una caja de sueros y recién ahí el paciente logra sentarse. Tiene unos setenta y tantos y pelo negro (+)
(-) casi sin canas pese a eso. Le pregunto qué lo trae por acá.
–La fiebre, dotorcita. Es que me está matando –contesta y se pasa el dorso del antebrazo por la frente en un intento de secarse la transpiración.
–¿Cuánto tuvo? –indago.
(+)
(-)
–No sé, pero seguro que mucha porque ando tirado.
–¿No se la tomó entonces? –insisto
–Es que no tengo termómetro –se ataja–, pero sé que fue mucha, seguro. Véame cómo ando nomás…
(+)
(-)
–Claro, entiendo, el tema es que, si no la constatamos con un termómetro, no sería fiebre –le explico mientras una gota fría se resbala por mi frente. El equipo de protección ya está surtiendo efecto.
Pienso la última vez que mi papá me llamó seguro de que tenía neumonía (+)
(-) y que aseguraba volar de la temperatura. Le puse el termómetro y cuando marcó treinta y siete me dijo “¿viste?” y se mantuvo firme con que eso es fiebre. Al escucharle la espalda los ruidos eran los mismos de siempre por sus ochenta cigarrillos diarios, y la tos, (+)
(-) nada preocupante. Insistió tanto con que lo llevara al hospital que lo hice y los análisis le dieron bien. Lo acompañé a su casa y me fui para la mía. Apenas llegué, tenía un mensaje suyo de que por las dudas igual él iba a tomar el antibiótico de siempre, porque (+)
(-) él sabía cuándo se estaba por enfermar fuerte. No le contesté.
–Bueno, si usted me regala uno, yo me lo pongo –larga una carcajada.
–Regalárselo no puedo, pero se lo presto –me río yo también, aunque el barbijo se robe mi sonrisa, y le entrego el que tengo para usar acá.
(+
(-)
Él lo prende, se lo pone en la axila y me mira.
–¿Y un trajecito de esos no tiene para mí? Que yo no me quiero pescar nada más–sus ojos reflejan cierto miedo que antes no había notado.
(+)
(-)
–No se preocupe que acá limpian todo muy bien, así que mientras no venga de paseo todos los días, no pasa nada –intento calmarlo.
–Mire, salir y ver el cielo no le voy a decir que no me gusta –se sincera–, y ver mujeres tan hermosas y amables como (+)
(-) las que trabajan acá tampoco está mal, pero lo mío es más pasear por el parque –a sus ojos se les fue un poco el susto.
Yo me alegro y le señalo el termómetro que acaba de sonar mientras le contesto que mejor, y que espero que pronto (+)
(-) podamos volver a salir por ahí. Él baja la cabeza, se lo saca y me lo muestra: treinta y seis clavados.
–Yo jugaba al ajedrez con unos amigos ahí, ¿sabe? Se extraña… –casi que suspira.
Pienso en las veces que me iba a escribir a la plaza o a tomar mate con (+)
(-) amigas y me aprieta un poco el pecho. Hago una nota mental para hacer una video llamada con ellas y medio que se me pasa.
–¿Tiene algún otro síntoma más? –le pregunto al hombre.
(+)
(-)
–Solo la cabeza. Está que revienta –dice mientras se la agarra con ambas manos.
Le pongo el saturómetro por las dudas y sigo interrogándolo.
–¿Seguro que no tiene tos ni le falta el aire? –insisto.
–Solo lo de siempre –niega con la cabeza dolorida.
(+)
(-)
–¿Cómo es lo de siempre?
–Es que yo trabajaba en una fábrica, ¿sabe? Y eso me reventó los pulmones así que de a días me nebulizo y me hago vapor y vuelvo a estar bien.
–¿Pero ahora está bien o mal?
(+)
(-)
–Bien, bien. Lo que molesta es la fiebre nomás –se pone la palma de la mano sobre la frente y hace como si se la midiera.
–Pero ahora no tiene fiebre… Y tampoco se la tomó… –remarco.
–Pero yo sé que tengo, doctorcita. Ese aparato seguro que anda mal.
(+)
(-)
Estoy a punto de decirle que va a tener que comprarse un termómetro cuando se larga a toser. Lo hace una, dos, cinco veces seguidas y hasta me hace doler a mí la garganta de lo seco que suena. Me quedo mirándolo. Tiene puesto un tapabocas negro del que (+)
(-) sobresale una toallita femenina por los costados, y agradezco por mi equipo de protección, porque dudo que eso vaya a cuidar a nadie de tremenda diseminación de bichos. El hombre termina, apoya las manos en los muslos y respira hondo.
(+)
(-)
–Tranquila, doctorcita, tranquila que es lo de siempre –echa otra carcajada.
Yo le informo que igual le quiero escuchar la espalda. Dice que está bien, pero que después le dé algo para su “fiebre interna”. Hago que sí con la cabeza y le pido que gire (+)
(-) y que se levante la camisa a cuadros. Tiene una camiseta abajo y también se la subo. Agarro el estetoscopio y, con tanta cosa puesta, me cuesta calzármelo en las orejas. Al final lo logro y se lo apoyo en la espalda: no oigo nada, aunque el aparato es de esos que (+)
(-) vienen con los tensiómetros, que son bastante malos. Me dan ganas de buscar el mío de la mochila y traerlo, aunque me contengo para no andar llevando bichos a casa como nos indicaron. Le tomo al hombre la presión. Da apenas alta y, para estar en una visita de (+)
(-) guardia y asustado, no resulta preocupante. Su saturación también está bastante bien, al igual que la cantidad de veces que respira en un minuto. Sigo interrogándolo sobre otras enfermedades que tenga y contesta que ninguna. Cuando pregunto por sus remedios (+)
(-) resulta que toma uno para la presión y otro para la memoria. Me acuerdo de mi abuelo que decía que él era “sanito y fuerte como un roble” pese a su diabetes, a su arritmia y al cáncer del que lo habían operado hacía unos años. Pienso en los cuentos que me inventaba (+)
(-) y en las veces que me llevaba a jugar a que manejaba sobre su falda y hago una nota mental para llamar a mi abuela.
Me saco el segundo par de guantes –mientras el hombre se acomoda la ropa–, los tiro, me pongo otros y escribo todo en la computadora. (+)
(-) Una vez listo eso, abro la puerta y llamo al enfermero castaño morocho y le indico que llame a rayos para avisar que va el paciente y a los camilleros para que lo lleven. Él se aleja para hacerlo y una voz masculina en tono demasiado alto, proveniente del consultorio de (+)
(-)al lado en el que está atendiendo mi compañera, me llama la atención.
–¿Cómo que no corresponde hisoparme? ¿Vos quién te crees que sos para negármelo, pedazo de idiota? –dice prepotente.
me llama la atención.
–¿Cómo que no corresponde hisoparme? ¿Vos quién te crees que sos+
(-) para negármelo, nena? –dice prepotente.
–Nada de nena. Soy la médica que conoce las indicaciones, y su caso no entra en ellas –le retruca ella también con la voz elevada.
–¿Cómo que no entra? Si te dije que viajé con él en el ascensor –sigue el hombre.
(+)
(-)
–Viajar con un médico en un ascensor no es un criterio de hisopado, señor –afirma mi compañera.
Yo me río y sacudo la cabeza para los costados mientras levanto las cejas.
–Vos porque sos como él, que no te importa nada –arremete el hombre. Su voz suena a unos cuarenta y (+)
(-) cinco como mucho.
Estoy a punto de salir a defender a mi compañera cuando caigo en que estoy sucia (así se dice cuando ya revisamos al paciente con el equipo de protección que tenemos puesto) y no puedo.
(+)
(-) Le chisto al enfermero castaño petiso –al que también sacaron de su puesto para ponerlo a hacer triage– que discute con una mujer que insiste en que la atendamos acá por una infección en la pierna porque en la guardia general hay demasiada gente y ella tiene (+)
(-) cosas que hacer. Gira hacia mí y le señalo el consultorio de mi compañera del que se escucha al hombre de voz prepotente sentenciar que “más le vale que lo hisope o lo va a conocer”. El enfermero deja a la mujer protestando por la mala atención en este "lugar (+)
(-) del demonio” y se apura hacia ahí.
–No me gusta nada lo que estoy escuchando acá –larga apenas abre la puerta y agrega un –¿A usted le parece que esas son formas de tratar a la médica que se desloma acá por ingratos de su calaña? (+)
(-)
Mi paciente sube el antebrazo a la vez que cierra el puño y murmura un “bien” que me hace reír. Justo llega el camillero copado a buscarlo para llevarlo a hacerse la placa y le hago señas para que se asome al consultorio de al lado.
–¿Vos qué te metés, muñeco de (+)
(-) torta? –escucho que el paciente de mi compañera le contesta al enfermero petiso.
Mi paciente escupe un “no” prolongado y alza los puños cual boxeador. Le hago con la mano que se calme, y agrega que si necesitamos él le explica cómo portarse en un hospital. (+)
(-)
Me dan ganas de abrazarlo. En lugar de eso, le regalo dos pulgares para arriba y una sonrisa que no le llega por los barbijos.
–A mis compañeros se los trata con respeto –sentencia el camillero que se ve que abrió la puerta de al lado.
(+)
(-)
–¿Y a vos quién te invitó al baile? –sigue el paciente prepotente.
–Mis amigos a los que usté está tratando mal, y a mí no me gusta eso, así que le voy a pedir que se vaya –le contesta mi camillero amigo y también quiero abrazarlo a él.
(+)
(-)
–Yo no me voy hasta que me hagan la prueba. Mejor ándate vos que acá sobrás.
–Si no se va, voy a tener que llamar a la policía –se mete el enfermero petiso.
–Llamá a quien quieras, muñeco –le contesta el prepotente.
(+)
(-)
Mi paciente se baja de la camilla y, sin que yo logre frenarlo, se va para al lado.
–Por maleducados como usted el país está como está –escucho que dice.
–Otro mamerto para el trío "Los Panchos" –le responde el paciente que cada vez me cae peor.
(+)
(-)
En esa escucho un golpe y bastante revuelo. Me muero de ganas de ir a ver qué está pasando.
–Ahora sí que no vino a la guardia por nada –escucho la voz de mi paciente.
–¿Qué hiciste, animal? –se queja el hombre prepotente–. Yo te voy a demandar. Me rompiste la (+)
(-) jeta y hay testigos.
–No sé de qué habla –le retruca el camillero–. Yo solo lo vi tropezarse y golpearse usté solo contra el suelo.
–Yo igual –se suma el enfermero.
–¿Y vos? ¿No me quisiste hisopar y ahora vas a mentir también? –asumo que el prepotente se dirige a (+)
(-)mi compañera.
–Yo solo soy una “nena” que no sabe bien qué pasó acá… –es la respuesta de ella.
No puedo contenerme y aplaudo. Otras manos se suman. Escucho que el hombre prepotente sale al grito de que los va a demandar a todos (+)
(-) y me compadezco por mis compañeros que lo van a tener que atender en la guardia general. Le pregunto a mi compañera si está bien y contesta que harta de los pelotudos. Yo asiento y de repente me siento algo ahogada dentro del EPP. Llamo a la mujer del flequillo lacio (+)
(-) y, con su ayuda, me lo saco paso a paso. Al terminar me convida el té que me prometió. Me siento un segundo a tomarlo mientras el camillero copado lleva a mi paciente a rayos. Mi compañera se me suma. Me señala mi cara y asumo que me muestra (+)
(-) las marcas que ella también luce.
–Así no nos levantamos a nadie –protesta.
–Vamos a morir vírgenes –me burlo.
–Eso ni del orto –contesta jocosa.
Yo estallo en risas.
(+)
(-)
Casi llego a relajarme cuando el enfermero petiso nos informa que hay otra paciente y pregunta quién la ve. Mi compañera dice que ella y yo le digo que ni loca, que descanse después de lo de recién. Me tomo el té rápido y vuelvo al ataque. Esta vez me visto más (+)
(-)
rápido que nunca y la mujer del flequillo lacio me reta porque me puse el segundo barbijo antes de la cofia. Levanto los hombros y sigo por las antiparras y la máscara. Una vez lista, y ya transpirando de nuevo, llamo a la paciente, una chica de veinte que respira (+)
(-) horrible y tiene fiebre. No tiene ningún antecedente y está así desde ayer. Explica que no vino antes porque no tenía con quién dejar a sus hijos y me pregunto si yo a su edad hubiera sabido qué hacer con uno. La interrogo rápido y la reviso. Satura noventa y cinco, (+)
(-) lo cual no es malo, aunque tampoco está bien para alguien de su edad. El termómetro marca treinta y ocho con siete y está taquicárdica como era de esperar. Su frecuencia respiratoria es altísima y eso sí que preocupa, porque en cuanto se le agoten los músculos, (+)
(-) va a dejar de saturar aceptable. Quiero ponerle una cánula con oxígeno por adentro del barbijo. Caigo, por un lado, en que no hay oxígeno en las UFU –se ve que cuando las diseñaron no pensaron en que en un consultorio de respiratorios podía ser necesario– y, (+)
(-) por otro, en que tiene puesto un tapabocas finito que no sirve para nada y que sus gérmenes se están espolvoreando por todos lados. Le pido a los enfermeros que me alcancen un barbijo. Dicen que no tienen. Llamo a la mujer del flequillo lacio que es la (+)
(-) que se ocupa de que todo ande sobre ruedas acá. Me informa que no le dan para los pacientes, solo para los médicos. Le explico que si no le ponemos es un riesgo para todos y, finalmente, saca uno del último kit de protección que queda armado. Con eso puesto, (+)
(-) y con el camillero que volvió con mi paciente y la placa – al que lo depositó en una de las zonas de hisopado por las dudas– llevo a la chica para el shock-room y se la cuento al emergentólogo. Él le pone una máscara con oxígeno por encima del barbijo y asegura que (+)
(-) respira tan rápido por la fiebre. Me indica que se la cuente a los clínicos, que no está para intubar, y les pide a los enfermeros que le pongan una vía, que le saquen sangre y que le pasen algo para bajarle la temperatura. Los clínicos argumentan que si respira tan rápido(+)
(-) no está para ellos y los invito a hablarlo con el emergentólogo. Tras algunas protestas lo hacen. Yo vuelvo a la UFU y miro la placa de mi paciente de setenta y tantos que me cuenta que de joven quería ser boxeador, pero que su papá lo obligó a meterse en la (+)
(-) policía: es bastante fea, pero el informe habla de que no hay nada agudo. Llamo por teléfono a uno de los clínicos y se lo comento por las dudas. Su tos y el antecedente de lo de sus pulmones me hacen dar ganas de hisoparlo, aunque en realidad no cumple con los criterios. (+)
(-) Escucho que discute el caso con su compañero, con el emergentólogo y con el jefe que también se ve que fue para arbitrar por lo de la chica de veinte. Me indica que le de pautas de alarma y que se estudie por neumonología, pero que no tiene indicación de hisopado. (+)
(-) Le agradezco al hombre por defender a mi compañera que ya se fue para el pase adentro y le explico ante qué cuestiones debe volver. Le indico un analgésico para su dolor de cabeza y él vuelve a pedirme algo para su “fiebre interna”. Le explico que eso no existe y (+)
(-) que tiene que comprarse un termómetro.
–Es que están caros y yo todavía no cobré –pronuncia bajo.
Se nota que le da vergüenza. Meto la mano en el bolsillo, saco lo que tengo, que no supera los trescientos pesos, y se los doy. (+)
(-) . Promete devolvérmelos “apenas se recupere” y le aseguro que no hace falta.
–La abrazaría, doctorcita, pero sé que no se puede –me dice con los ojos húmedos.
(+)
(-)
Los míos también se humedecen y, por unos segundos, mis músculos dejan de estar acalambrados.
Lo veo alejarse y voy para adentro. Son las ocho y media y el pase ya terminó. Me cambio. Estoy empapada y mi cara casi que da miedo. (+)
(-) Me lavo las manos como corresponde mientras canto para adentro el “pumple feliz” de mi ahijado. Después paso mi índice por los surcos que me dejaron las antiparras y el N95 y me enorgullezco un poco de mis “heridas de guerra”. (+)
(-) Voy para la parada del colectivo y justo llega uno. Me subo y me lanzo sobre uno de los asientos de uno. Me despatarro y pienso que no tengo ni ganas de cocinar. Abro una aplicación para pedir comida y justo me llama una de las chicas. Me habla de su vecino (+)
(-) con el que fifa cada tanto y que ahora solo quiere ver pelis y dormir abrazados y de que en cualquier momento “le da” al de dos pisos más arriba y me río un rato. Llamo a mi abuela. Dice que me tejió un sweater para que no pase frío en la guardia, que espera poder (+)
(-) dármelo pronto y que si no lo busque por su casa, que ella de algo tiene que morirse. Me muero de ganas de verla, pero le digo que mejor la cuido y que más adelante me lo da. Protesta que no sea siempre tan responsable y me manda un beso. (+)
(-) Llego a casa. Me olvidé de pedir comida. Subo y cuando estoy por entrar mi vecina abre la puerta y su perro poco agraciado me ladra sin parar.
–Al fin llegaste –me dice–. Te estaba esperando.
–Al fin llegaste –me dice ella–. Te estaba esperando.
Me pregunto si se sentirá (+)
(-) mal y necesitará una receta o algo así y ladeo la cabeza a la espera del mangazo.
–Te hice milanesas de esas que dijiste que te gustaron. Y de postre te tengo mousse de chocolate.
(+)
(-)
Me siento una hija de puta por haber pensado mal. El perro se me prende a la pierna como castigo. Me lo saco de encima con disimulo y él vuelve a ladrar.
Me acerco para abrazarla y me olvido del coronavirus. Ella retrocede y me lo recuerda.
(+)
(-)
–Ya nos vamos a poder abrazar –dice mientras desaparece.
Me quedo con el perro que ladra, salta y ladra de nuevo. Vuelve a los segundos con dos tuppers:
–Ahora comé. Comé y ponete fuerte para cuidarnos como siempre –me los entrega.
(+)
(-)
Le doy las gracias y entro a comer sus delicias. Las devoro en cinco minutos, pongo la ropa a lavar y me voy a la cama. Esta vez no necesito prender ningún pucho.
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