#CosasQuePasanEnLaGuardia #93. (NOTA: es de hace unas semanas). Cinco y media de la mañana. Hago pasar a un hombre anotado como gastroenteritis. Su chomba rosa del cocodrilo y sus náuticos gritan que tiene prepaga. (+)
(-) Le indico que se siente. Saca de su bolsillo un envase de alcohol en gel, tira un chorro sobre la camilla cerca del borde, busca un pañuelo de papel y lo esparce con él. Lo refriega con ímpetu y evalúa si quedó lo suficientemente limpio, todo con una sonrisa grande. (+)
(-) Frunce las cejas y repite el proceso. Lo hace dos veces, cada una extendiendo un poco más el área. Yo lo miro sin poder creer lo que veo.
–Nunca se puede ser lo suficientemente precavido –sentencia ahora con la sonrisa chanfleada. (+)
(-) Sus palabras emanan más alcohol que las de mis borrachos habituales que duermen por el fondo.
Parece notar mis ojos fruncidos y mi cara ladeada, ya que se disculpa y se sienta sobre el área que desinfectó. (+)
(-) Si pudiera ver mi boca detrás del barbijo –hace un par de guardias optamos por no atender a nadie sin uno– notaría que me estoy mordiendo el labio de abajo.
Sus manos se agarran del borde de la camilla y su cuerpo se inclina hacia adelante. (+)
(-) Sin perder la sonrisa, levanta un segundo la cabeza hacia mí y abre la boca.
–Necesitaría algo para… –dice mientras hace una especie de rulo con la mano derecha delante de su cara con la lengua afuera.
(+)
(-)
Apenas interpreto el gesto me apuro a alcanzarle el tacho que enseguida llena con un contenido estomacal entre anaranjado y rosa, todavía con restos sólidos. El mismo emana una fragancia ciertamente ácida, con un toque etílico también.
(+)
(-)
–¿Mejor? –le pregunto una vez que finalizó.
–Sí. Sí. Sí –hace una corneta con las manos.
Luego sube y baja la cabeza casi con violencia y me hace acordar a mi ahijado cuando le pregunto si quiere que vayamos a tomar un helado. (+)
(-) Trato de no pensar en lo mucho que falta para que podamos hacerlo de nuevo.
–Sí. Perdón. Mejor. Mejor –pronuncia el hombre y retoma su sonrisa.
(+)
(-)
Me dan ganas de largarle que estamos en emergencia, que ya hay coronavirus en el país por si no se enteró y que no entiendo qué le parece gracioso de venir a la guardia por una borrachera, que al bicho este se lo puede contagiar acá o en el camino y que por qué (+)
(-) no se digna a quedarse en su casa en vez de venir a hacernos perder el tiempo, que ya está grandecito para esto. En vez de eso, le pregunto el nombre, el apellido y la edad.
–Papu. Me dicen el Papu. Me podés decir así –se ríe.
(+)
(-)
Junto las cejas y me quedo mirándolo. Él gira hacia el tacho y vuelve a vomitar.
–Necesito tu nombre y apellido reales para anotarte en la lista –insisto apenas termina.
–No tengo nombre –se ríe–. Soy el Papu o el hombre sin nombre –se ríe más aún.
(+)
(-)
Opto por no perder mi tiempo con él. Me coloco un par de guantes, le pongo el saturómetro y, mientras censa, le tomo la presión. Él se deja maniobrar como muñeco de trapo. Satura noventa y ocho y la presión da perfecto.
(+)
(-) Le pido que se acueste mientras voy a buscar un termómetro.
–Estoooy bieeen asííí –contesta haciendo como si fuera un megáfono con sus manos.
–Así te podés caer, y no quiero tener que suturarte la cabeza –remarco.
(+)
(-)
Se ríe y se acaricia el pelo. Saca otra vez el alcohol en gel y lo desparrama por toda la camilla con dos pañuelos de papel, uno en cada mano. Una vez que terminó, sopla encima y recién ahí me hace caso. Le subo la baranda y salgo. Desde la puerta lo veo acurrucarse (+)
(-) de costado con las rodillas hacia el pecho y los brazos cruzados con las manos sobre los hombros. Me pregunto si dormirá así. Voy para el office de enfermería, le pido a uno de los enfermeros un algodón con alcohol y se lo paso al saturómetro y al tensiómetro. (+)
(-) Me saco los guantes, me lavo las manos y les pido un termómetro. Ninguno tiene. Busco a mi compañera. Está con camisolín, guantes y barbijo, lista para llevar al posible coronavirus que entramos hace un rato a la habitación correspondiente. (+)
(-)
–¿No me dejas tu termómetro? –le pido.
–Si lográs sacarlo –levanta los hombros y se señala el bolsillo del ambo que quedó debajo del casi traje de astronauta.
–Después –contesto y la veo alejarse con la chica que vino de España.
(+)
(-) La paciente usó un N95 desde antes de subir al avión y durante el viaje a su casa, que hizo sobre un cobertor plástico en el asiento de atrás del auto de sus papás. Se mantuvo desde entonces aislada en la habitación del fondo, con baño propio, lavado de manos recurrente (+)
(-) y consultó solamente al agregar tos, dolor de garganta y treinta y ocho dos de temperatura. Vino con el barbijo en cuestión y la trajeron para acá de la misma forma que desde el aeropuerto. Apenas llegó, anunció su sospecha y esperó afuera. (+)
(-) En menos de quince minutos, la hicimos entrar a un consultorio del que sacamos al resto y le hicimos lo que correspondía con todas las precauciones disponibles.
Respiro hondo y ruego para adentro para que, cuando esto explote –como sabemos que va a explotar, aunque muchos(+)
(-)no nos crean–, la mayoría de los pacientes sean como ella.
Hago órdenes para un suero y laboratorio para el borracho pulcro y vuelvo a evaluar cómo sigue. Desde la puerta veo que tose un par de veces y ruego que no se haya broncoaspirado. (+)
(-) Me acerco. No tiene signos de vómito en torno a la boca y ya paró de toser. La tos era seca. Le pongo el saturómetro. Él abre los ojos, me mira y sonríe con los ojos achinados de la borrachera como si tuviera quince años cuando debe andar por los treinta. (+)
(-) Me contagia la sonrisa bajo el barbijo. Miro el aparato. Ahora marca noventa y siete que igual está muy bien. Él tose una vez más y se tapa con las dos manos juntas. Yo retrocedo un paso de forma automática y desde ahí le sugiero que mejor use el codo. (+)
(-) Asiente, saca el alcohol en gel del bolsillo y se lo pasa por las manos. Después las refriega por el envase mientras están todavía húmedas, lo deja sobre la camilla al lado suyo y se vuelve a dormir.
Voy para la lista. (+)
(-) Hay uno anotado como “paracentesis” (punción evacuatoria de líquido ascítico, que es el que se junta en el abdomen, sobre todo en pacientes cirróticos). Miro la hora: seis a.m. “Nunca venir en un horario coherente un día de semana”, pienso… Leo nuevamente el nombre. (+)
(-) Me suena. Salgo a llamarlo. Lo reconozco por el tatuaje de la cara de un nenito en el hombro. Está en plan de transplante hepático y viene siempre los martes. (+)
(-)
–Perdone la hora, doc –arranca–. No me quería exponer a los que vengan después por el virus. Porque esos a esta hora seguro que no vienen…
Me tapa la boca con su razonamiento y casi que lo felicito.
Lo siento en la camilla enfrente del borracho. (+)
(-) Le pido los datos y los anoto. Tiene sesenta y tres, cirrosis por Hepatitis C, y, además, es diabético. Lo hago acostarse y casi me dan ganas de pedirle alcohol en gel al borracho para limpiarle la camilla. Él se acuesta sin el más mínimo miramiento. (+)
(-) Le palpo y percuto el abdomen. Observo cómo respira. Podría aguantar unos días a que lo puncen en la semana, pero, ya que no hay ningún caso sospechoso por ahora acá, opto por ocuparme de él (aunque es probable que, para cuando lleguen los resultados, (+)
(-) yo ya me haya ido y quede en manos de la guardia entrante que se va a acordar de mí). Hago las órdenes para que le saquen sangre: necesito ver cómo está la coagulación para que se lo pueda punzar. Se las entrego a los enfermeros y les prevengo que tengan cuidado de no (+)
(-) pincharse.
–En un rato vamos –me contestan mientras siguen con el mate que todavía no se resignaron a no tomar.
Les robo una galletita y voy a llamar al próximo paciente. Recorro la lista. (+)
(-) Hay una anotada como “tos + fiebre”. La hago pasar a la camilla que queda libre en el mismo consultorio. Viene con la hija que pide que la deje entrar ya que su madre es “un poco sorda!. Acepto. Pasan y la señora deja un bolso sobre la camilla. (+)
(-)
–¿Usté sí me va a internar? –me pregunta sin presentarse.
Habla apoyada sobre el borde con los brazos extendidos y las manos abiertas. Su cuerpo está inclinado hacia adelante. Le hago señas para que se siente, pero no lo hace.
(+)
(-)
–Fuimos a un médico y a otro y a otro –agrega la hija–. Le dieron remedio y nada. Y ahora la traje para que me la internen. Ya le digo que de acá no me la llevo –pronuncia firme y con cierto enojo.
Por un segundo pienso en contestarle que esa decisión (+)
(-) no es suya, que depende de cómo encuentre yo a su madre, de qué se vea en la placa y en los análisis que le voy a pedir, pero noto la respiración acelerada de la señora y cómo se le hunde el cuello para adentro y me trago las palabras. (+)
(-) Así como está la mujer, le levanto la camisa y la camiseta blanca que lleva abajo y le apoyo el estetoscopio. En la base del pulmón derecho tiene ruidos que evidencian, sin demasiada duda, una tremenda neumonía. Le pongo el saturómetro (+)
(-) mientras revuelvo mis bolsillos en busca del termómetro que no me resigno a haber perdido. Nada. Miro el aparato: marca noventa y dos, que es bastante bajo, aunque no terrorífico.
(+)
(-)
Le pido al hombre de la panza para drenar que le cambie de camilla –porque solo la que está ocupando él tiene boca de oxígeno– y voy para el office de enfermería a buscar una cánula nasal. Vuelvo. La mujer tose como si se le fueran a salir los pulmones por la boca. (+)
(-) El borracho se despierta y tose también. Se olvidó lo que le expliqué del codo y se lo reitero mientras conecto la cánula al pico correspondiente. Se la pongo a la mujer y, junto con el señor panzón, la ayudamos a subirse a la camilla que le queda alta.
(+)
(-)
–¿Desde cuándo tiene tos? –le pregunto a la hija.
La señora no puede ni hablar.
–Yo no tengo tos –acota el borracho y tose también–. La de la tos es ella, mírela –se ríe.
Lo ignoro y vuelvo a dirigirme a la hija.
(+)
(-)
–¿Hace cuánto que está así su madre?
–Desde el martes o miércoles. Pero yo no la abandoné. No. La llevé a un médico y a otro y a otro más. Todos los días la llevé. Me dieron pastillas blancas, redondas, largas, y unas amarillas… y ella, peor y peoro.
(+)
(-)
–¿Viajó a algún lado? –indago con miedo.
–¡Culpable! –grita el borracho muerto de risa.
Se sienta y vomita por encima de la baranda hacia el tacho.
Entran los dos enfermeros, cada uno con una bandeja. El canoso me mira.
(+)
(-)
–¿El Papu? –pregunta tragándose la risa.
Le señalo al borracho.
–Ahora entiendo todo –baja la cabeza–. Salvo el laboratorio por una borrachera atómica –agrega.
(+)
(-)
–Es que no para de vomitar –me justifico mientras le regulo el flujo de oxígeno a la paciente neumónica.
El enfermero levanta ambas manos en señal de que está bien y se acerca a colocarle un guante como lazo. El hombre tose y él me mira.
(+)
(-)
–Recién empezó así –le explico– y no puedo ponerle barbijo por el tema del vómito.
Igual, él y su compañero están con barbijo y guantes como yo.
–No vaya a haberse tomado bastantes coronas –se ríe de su propio chiste malo.
(+)
(-)
Su compañero le saca sangre al de la punción abdominal y carga los tubos. Yo no festejo el chiste y sigo con la mujer y la hija.
–¿Cuánto tuvo de fiebre? –le pregunto a la última.
–No le medí, pero hervía.
(+)
(-)
Me trago el reto y le pido a los enfermeros un termómetro. Apenas termino de pronunciarlo, recuerdo que no tienen. Le pido al que terminó de sacar sangre que prepare un corticoide para pasar endovenoso, una vía y que traiga también para sacarle sangre (+)
(-) a la señora. Él la ve respirar feo y se apura. Yo sigo con la hija:
–¿Sale moco cuando tose?
–Sí, verde, a veces marrón.
– MEN-TI-RA –exclama el borracho–. No sale nada –agrega y sigue durmiendo.
(+)
(-)
Si tuviera una almohada, se la revolearía por la cabeza.
–¿Su madre es diabética, hipertensa, asmática, EPOC? –vuelvo a la hija.
–Nada.
–¿Fuma?
La madre hace que sí con la cabeza.
–Yo ya le dije que deje –se defiende la hija.
(+)
(-)
–¿Fuma mucho? –pregunto con miedo.
La señora sacude la cabeza en forma horizontal mientras la hija dice que sí.
–¿Sí o no? –les pregunto.
–Ahora casi un paquete por día. Antes como dos –informa la hija.
(+)
(-)
La madre hace con la mano para arriba y atrás.
–Es verdad –insiste la hija.
Veo complicada ya la cosa.
El enfermero aparece con la vía y demás y lo dejo hacer su trabajo. Miro al borracho. (+)
(-) Se sacude en la camilla como si bailara y se vuelve a dormir. Salgo al pasillo. Justo aparece mi compañera y me acuerdo de que necesito su termómetro.
–A falta de camilleros, nos convertimos en delivery –se queja antes de que se lo pida.
(+)
(-)
Yo la miro con cara de que no entiendo.
–Y los jefes los avalan… –sigue–. ¿Qué importa si hay pacientes para atender? Que los atiendan los camilleros, porque nosotras tenemos que acompañar a los covid arriba. ¡Somos niñeras ahora, boluda! ¿Vos (+)
(-) creíste que habíamos estudiado para médicas? Te cuento que no. ¡Nos convertimos en r@ppi y babby-sitter A LA VEZ! –enfatiza el final de la oración.
–¿Te tuvieron mucho arriba? –le pregunto.
(+)
(-)
–No la quería agarrar… Todo listo tenía, pero la habitación no estaba armada, y no quería que la dejara en el pasillo al lado de la puerta esperando, no vaya a ser que toque algo… Subir, dejarlos y bajar, así tendría que ser. O ni siquiera, porque nosotros no (+)
(-) los tendríamos que llevar. Y era la puerta de la habitación a la que tenía que entrar, o seeeea… ¿cuánto lío podía hacer? Además, la piba era lúcida… vos la viste. Y si no, que la cuiden ellos. Pero no, tienen cosas que hacer. Porque nosotras acá estamos al re-pedo, ¿no?
(+
(-)
Levanto las manos y le hago que frene un poco.
–Ya está. Respirá. Ya pasó.
–Es que no puede ser, boluda. Cobramos mierda. Mierda. Y nos van a hacer venir más horas seguro. ¿Y más horas para qué? Para hacer de niñeras… ¿Por qué no vienen más (+)
(-) de ellos a hacer de niñeros? Ah, no. Ellos sí que tienen un gremio que los defiende.
–¿Querés un caramelo? –la interrumpo.
–¿Qué?
–Que necesitás algo rico y solo tengo caramelos.
(+)
(-)
–No, gracias. Necesito… Necesito un muffin de arándanos. Eso necesito –afloja.
–De esos no tengo, pero en el estar hay unas galletitas sin sal con pegote de ese de durazno que están para chuparse los dedos –trato de hacerla reír.
Cierra los ojos, mete y saca aire fuerte.(+)
(-)
–Me voy a hacer un café –sentencia.
–Dale, pero dejame tu termómetro que tengo una mujer con neumonía –le pido antes de que se vaya.
Mete las manos en sus bolsillos. Las saca, las mira, putea y se apura a la canilla.
(+)
(-)
–Me olvidé de lavármelas –aclara.
–Seis de la mañana –contesto mientras pienso que no importa la hora, no nos podemos olvidar nunca más.
Se las seca en el aire, me da el termómetro y desaparece. (+)
(-)
Yo vuelvo al consultorio donde la señora tiene puesto un barbijo quirúrgico por encima de la cánula de oxígeno y la vía colocada. Quiero abrazar al enfermero. Le muestro a la mujer el termómetro y se corre la ropa para hacerle lugar en su axila. (+)
(-) Miro la camisa de algo tipo seda finita que tiene puesta y la camiseta que lleva abajo. Me muero de calor. Me pongo los guantes y se lo coloco. La hija me mira las manos y acota que su madre no es tóxica. (+)
(-)
–Es una forma de cuidarme nomás. Los uso con todos –le explico.
El borracho se sienta en la camilla. Le pasó medio suero amarillo ya (lo tiene abierto a chorro).
–Tendría que ir volviendo –sentencia y comienza a despegarse la cinta.
(+)
(-)
–Ey, ey –le grito para que pare–. ¡No hagas eso!
–Es que ya estoy biennnn –prolonga la “N” del final–, y es MÍ bienvenida –dice estampando el índice derecho sobre su pecho.
Quiero gritarle que el único lugar (+)
(-) al que tiene que ir es a su cama y que se tiene que dejar de joder, pero algo adentro mío se queda masticando lo que dijo.
–¿Bienvenida de dónde? –pregunto casi con miedo.
–United States! –levanta ambas manos en el aire en señal de victoria y agrega–. ¡Alto viaje!
(+)
(-) Pienso en su tos y todas mis neuronas se prenden como lamparitas de colores. Mis ojos se abren bien grandes y no logro pestañear. Le pido al hombre que espera para el drenaje de su ascitis que se pase al consultorio de al lado, agarro el termómetro de la mujer (+)
(-) de la neumonía –que marca treinta y ocho, cinco– y me apuro a enfermería a buscar un barbijo. No encuentro. Voy a farmacia: no me dan sin firma del jefe. Lo llamo. No atiende. Marco otra vez mientras voy al sucucho del orientador que tal vez tenga. (+)
(-) Justo atiende el jefe.
–¿Qué pasa, doctora? –se lo nota dormidísimo.
–Tengo un probable corona y no hay barbijos –sentencio y justo el orientador sacude uno frente a mis ojos.
–Le dejé al orientador –contesta desde su ensueño.
(+)
(-)
–No sabía, perdón –me disculpo.
Cuelga. Agarro el barbijo y enfilo para el consultorio.
–Mirá que es el último –me previene el orientador.
–Me tendrías que haber avisado mientras hablaba con el jefe… –lo reto–. Ahora llámalo vos.
(+)
(-)
Ni amaga a marcar el teléfono.
Yo sigo mi camino. Para cuando llego al consultorio, el borracho está otra vez despegándose la cinta que le sostiene la vía y emitiendo un “Au” ante la depilación. Ya le pasaron tres cuartos (+)
(-) del líquido amarillo. Me pongo unos guantes, le saco la mano de ahí y le coloco el barbijo.
–¿Y esto para qué? –se queja.
Ya no veo si se ríe como antes.
(+)
(-)
–Dejátelo puesto y quedate ahí un segundo –lo increpo.
Él vuelve a jugar con la cinta y sus pelos.
–¡Y basta de eso! ¡No tenés quince! –se me escapa.
La hija de la paciente de enfrente se ríe. Le pido que me siga y pregunta por su madre. (+)
(-)
–Ya la traigo –le digo mientras le señalo que lleve el bolso.
Viene y la guío al consultorio tres en que queda una camilla libre con oxígeno.
–Cuidale este lugar a tu mamá –le ordeno.
Con ayuda de uno de los enfermeros, (+)
(-) llevo a la mujer de la neumonía caminando hasta ahí y la conectamos al pico correspondiente.
–¿Qué pasa? –pregunta la hija–. Ese hombre tiene algo malo, ¿no?
Levanto los hombros. (+)
(-) No tengo ninguna certeza aún. La hija se lleva las manos a la boca. La instruyo para que no lo haga y que se las lave bien. La guío hasta donde puede hacerlo y le pido el teléfono por las dudas. Anoto también el del hombre de la paracentesis. (+)
(-)
Regreso junto al borracho. Tiene el barbijo por debajo de la nariz. Se lo acomodo y lo reto. Él recorre con el dedo el cocodrilo de su chomba en forma de círculos.
–Papu… –arranco y no puedo creer que lo estoy llamando así.
(+)
(-)
–Para los amigos –retruca con el índice, que sacó recién del cocodrilo, en alto.
–Bueno, mejor, decime tu nombre y apellido entonces.
Los pronuncia mientras baja y sube el mismo índice, como si fuera una melodía. Ambos son compuestos. Yo anoto.
(+)
(-)
–¿Edad?
–Treinta y tres. Treinta y tres. Treinta y tres –contesta con ambas manos en torno a su barbijo. Las palabras las entona cual eco de música de boliche de esos a los que hace siglos que no voy.
(+)
(-)
–¿Capital o provincia?
–Coghlan.
–¿Obra social o prepaga?
–Las dos –hace un uno con el índice primero y luego sube el dedo medio. Repite el proceso tres veces.
(+)
(-)
Tose y se lleva las manos al barbijo. Claramente lo del codo no lo entendió y lo del barbijo, menos. Manotea alrededor en busca del alcohol en gel y se pone en las manos.
–Nunca se puede ser demasiado precavido –se ríe.
(+)
(-)
Le miro las pupilas. Son normales. Le tomo el pulso. Está bien. Igualmente parece drogado o, en su defecto, bastante dolobu.
–¿Y por qué no fuiste a tu prepaga? –indago.
(+)
(-)
–Porque la billetera… –se toca los bolsillos–. ¡No está! –levanta ambas manos.
Me hace acordar a mi ahijado cuando pierde algo, solo que mi ahijado dice “No tá” y es tierno. A este quisiera estrangularlo.
–Bueno –sigo–. ¿Cuándo volviste de viaje?
(+)
(-)
–Hace diez días –levanta las manos en el aire como si fuera un mimo y hace diez varias veces.
–¿Y lo de quedarte en tu casa dónde quedó? –lo reto.
–Cuando volví no estaba –afirma.
(+)
(-)
Ya no sé si miente o no. A esta hora mi cerebro no logra hilar cuándo empezamos con todo esto.
–Pero ahora sí –insisto.
–La fiesta ya estaba planeada –levanta los hombros y baila.
–Ahá –murmuro.
(+)
(-)
Me trago el “no podés ser tan egoísta, pedazo de tarado” que le quiero escupir, y sigo con el interrogatorio.
–¿Tuviste fiebre?
–No sé. No sé. No sé –contesta otra vez haciendo eco.
Le pongo la mano enguantada en la frente y la siento algo caliente.
(+)
(-)
Me acuerdo del termómetro de mi compañera que le saqué a la mujer de la neumonía, agarro el alcohol en gel del paciente, le tiro un poco encima y se lo pongo a él.
–Sí, hacé como gustes, claro, claro –pronuncia con voz jocosa.
(+)
(-)
Levanta los índices para arriba y para abajo de forma intercalada. Con mi mano enguantada le sostengo el brazo contra el cuerpo mientras lo miro con casi todo el odio del que soy capaz. Apenas suena el aparato, se lo saco y me fijo. (+)
(-) Treinta y ocho clavados.
Quiero gritarle e incluso pegarle. En vez de eso, respiro hondo, cuento hasta cinco y le informo que se va a tener que quedar internado.
–No, no –contesta–. Yo me tengo que ir, es MÍ bienvenida.
(+)
(-)
–Vos no te podés ir a ningún lado, porque puede que tengas coronavirus y vas a contagiar a todo el mundo si es así.
Recién ahí se queda quieto, me mira, se lleva las manos a los costados del barbijo y abre grandes los ojos. (+)
(-) Me hace acordar a la carita de sorpresa con susto del whatsapp.
–¿¡Queeeé!? –grita acto seguido.
–Lo que escuchaste. Así que te quedás.
Inclina la cabeza hacia un costado y se acuesta de nuevo con las rodillas al pecho (+)
(-) y los brazos cruzados con las manos hacia los hombros. Así como está, le escucho la espalda. Nada que me llame la atención. Igualmente salgo de ahí y me lavo las manos por un minuto y medio. Cuando termino, le hago la orden para una placa y (+)
(-) busco los papeles necesarios para internarlo. Su laboratorio todavía no está. Llamo al clínico que está viendo estos casos y le cuento el paciente.
–¡Qué pedazo de forro! –acota.
(+)
(-) Busco camisolín, guantes y antiparras por si se le ocurriera sacarse el suyo mientras hago de r@ppi. Consigo todo menos lo último. Me resigno y voy así. El suero amarillo ya pasó entero y su vía tiene bastante sangre en la tubuladura. Le cierro la chapita (+)
(-) y decido que se la arreglen en clínica. Le digo que vamos y camina bailando. Pasamos por rayos, donde lo atienden con pánico, y seguimos viaje.
–Gracias, doctora. Y perdón. Perdón. Perdón –me larga.
(+)
(-)
Lo quiero asesinar. Llegamos. La habitación no está lista. Le informo al clínico que tengo que bajar para el pase y se lo dejo antes de que pueda protestar. Vuelvo. Mi compañera está viendo un dolor abdominal en el consultorio que dejé libre, (+)
(-)donde atendí al paciente de recién. Por suerte no está usando la misma camilla.
Le hago señas para que salga y le explico.
–La reputísima… –empieza.
–Perdón –me disculpo sintiéndome sumamente culpable.
(+)
(-)
–La reputísima él –me aclara.
Miro la hora. Son las ocho menos veinte. Voy al consultorio tres y les pido a la mujer de la neumonía –que ya respira mejor, y a la que le dejo la orden para la placa para cuando aparezcan los camilleros–, (+)
(-) a su hija y al hombre de la cirrosis que en estos días se queden en cuarentena en sus casas hasta que yo los llame. Preguntan que qué pasó, que cómo, que por qué.
–Solo les pido que me hagan caso –contesto con las pocas fuerzas que me quedan–. Es para cuidar a sus conocidos+
(-)
Camino hasta donde está mi compañera antes de que sigan con las preguntas. Ella ya cambió de consultorio y puso un cartel en el otro de que no se puede usar hasta que lo limpien.
–¿Te jode hacer el pase? –le pregunto–. Necesito bañarme y sacarme esto.
(+)
(-)
Sube y baja la cabeza. Le cuento los pacientes que dejo y se los anoto por las dudas. Le agradezco y rajo para la habitación.
Entro. Busco la mochila con la ropa con la que vine de casa y me encierro en el baño.
(+)
(-) No hago caso a la cardióloga que pregunta qué pasa. Abro la ducha. No tengo cono qué secarme. Salgo y agarro la sábana que no llegué a usar. Me fijo si hay jabón: tampoco. Dejo todo ahí, voy al estar, me robo la clorhexidina (+)
(-) que usamos para lavarnos las manos y vuelvo a encerrarme. Me saco todo y me meto abajo del agua con los suecos de goma puestos. Me paso la clorhexidina con fuerza, casi con furia. No me importa que el agua esté hirviendo y que lastime. (+)
(-) Me echo de ese líquido espantoso también en la cabeza y refriego mi pelo que termina hecho un gran nudo. Me enjuago. Cierro la canilla y me seco con las sábanas. Abro la mochila y busco la ropa con la que vine de casa. (+)
(-) Las zapatillas no están. Maldigo que no tengamos lockers (o por lo menos un armario seguro por guardia donde dejar nuestras cosas), antiparras, barbijos de los polenta suficientes. Puteo para adentro al paciente, al orientador que no lo interrogó lo suficiente, a mí, (+)
(-) a la ART que no me va a cubrir si me enfermo y a los jefes que no nos cuidan. Dejo que caigan un par de lágrimas. Me lavo las manos y me las seco.Salgo vestida como vine, pero con los suecos espantosos en los pies. La cardióloga ya no está. (+)
(-) Voy al estar y escribo los pacientes en el libro. Llamo a limpieza y les aviso del consultorio contaminado. Le cuento al jefe lo sucedido.
–Seguro que no es nada –me contesta y sigue en lo suyo.
(+)
(-)
Le pido a los de la guardia entrante que le avisen a los de mañana que necesito los resultados del hisopado del borracho. Me dice que sí y que me cuide. Me alejo y murmuran. Escucho un “qué cagada”, un “estamos al horno” y un (+)
(-) “yo sin camisolín no atiendo” y apago mis neuronas.
Voy para la parada del colectivo. La gente pasea como si nada. Una pareja mayor pasa por al lado mío.
–Quédense en sus casas –les digo–. Esto se va a poner feo.
(+)
(-)
Me miran con cara de que estoy loca y se van. Aparece una madre con un nene en bicicleta. Le digo lo mismo y me contesta que estamos lejos de china. Pienso en lo mal que nos va a ir si no prohíben pronto que la gente salga de sus casas. (+)
(-) Me siento en la parada del colectivo y me prendo un pucho. Justo llega el mío. Le hago señas para que siga y me quedo fumando un rato mientras aflojo los músculos y dejo que caigan un par de lágrimas más.
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